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Hay dos palabras que están muy de moda últimamente,
especialmente en el ámbito político por aquí; aunque no únicamente ahí. Y muy
especialmente en el asunto (no sé ya si llamarlo “conflicto”) Catalunya –
España. Aunque hoy no me voy a centrar en eso. Todo llegará. Pero es a partir
de lo ocurrido los últimos días (y más que vendrán a este paso) que estoy
dándole vueltas al asunto.
Y esas dos palabras son «empatía» y «diálogo». Ninguna de las dos sirve
para nada. Me explico mejor:
La «empatía» no existe. Simplemente no quiere
decir nada. Es absolutamente imposible ponerse en el lugar del otro. Nunca
nadie es o va a ser capaz de tener un conocimiento tal del otro como para ponerse
en su lugar. Ni siquiera a nivel de «intuición», otra palabra que también está de
moda y que también nadie conoce lo que significa. Para ser empático el usuario de tan magna habilidad tendría que saber exactamente acerca de toda su historia (la
del otro); de toda su vida; debería de vivirla toda enterita, desde el
principio hasta ahora mismo. Tendría que ser experto, además, en sus ilusiones
de futuro, expectativas y esperanzas actuales. Si eso no es posible en las
relaciones entre dos personas, ¿cómo entre dos naciones, volviendo al caso
Catalunya - España?
Y quiero añadir que si no somos capaces —y esto es natural;
que nadie se asuste— de conocernos a nosotros mismos, ¿cómo
conocer a los demás?
Al «diálogo» le falta un adjetivo. Y los adjetivos
son mucho más importantes de lo que a veces parecen. Más, incluso, que los
sustantivos en sí. Y este que falta es «colaborativo». El diálogo, como un hablar,
un escuchar, un conversar sin más ni más no tiene ni adquiere sentido. Aunque
reconozco que seguramente es mejor todo eso —o sea, dialogar— que ignorar. Lo
peor que le puede pasar a alguien es que lo ignoren, que lo ninguneen, que lo
reduzcan a la nada.
Un diálogo colaborativo no parte de supuestos previos ni
tiene objetivos prefijados. No hay reglas. Excepto las derivadas de las buenas
costumbres: la educación y el respeto. Y estas no son universales, como sabemos
bien. En terapia, por ejemplo, no parte de un diagnóstico y se orienta a la
curación. Sustituye la palabra “terapia” por “política”, a ver qué tal queda
esta última afirmación. O por “coordinación de parentalidad”, asunto en el que
estoy un poco metido últimamente. No mucho, ¿eh? Esto gracias a mi pertenencia a ANCOPA, Acociación Nacional de Coordinación de Parentalidad.
El diálogo colaborativo no trata de resolver nada ni de
llegar a ningún acuerdo. Es el propio proceso el que nos indica qué hacer, qué
resolver y cómo; qué acordar para seguir dialogando. Solo para eso.
Parte del “no saber/no conocer”
(Anderson, 1997*) e invita a la incertidumbre como recurso. Curioso, ¿eh? Estos
últimos asuntos suponen que no sabemos qué va a pasar durante el devenir de una
conversación. Pero parece seguro que algo va a pasar. Estamos atentos,
entonces, a eso, a lo inesperado, a lo que no teníamos previsto, a los recursos
antes aparentemente inexistentes.
¿Qué hacer cuándo alguien no quiere dialogar? O, al menos,
cuando no quiere hacerlo de esta manera. Voy a dejarlo para otro día, si te
parece bien. Por no alargarme mucho hoy.
Hay otra palabra que ya no está tan de moda (hace unos diez
años sí lo estaba); pero a la que me quiero referir muy brevemente: «consenso».
Me limito a afirmar que eso, el consenso —llegar a determinados acuerdos que comprometen
y obligan a las partes— no es necesario, además de ser tremendamente trabajoso
y consumidor de recursos. Y de ser excesivamente fácil de romper. Lo dejo aquí
por ahora.
Hoy no estoy muy inspirado. Así es que te remito, si te
apetece, a dos de mis últimos documentos de trabajo que he hecho públicos hace
poco y en los que hay algunas referencias al asunto:
También encontrarás algo, quizás, aquí: Estamos en guerra. De la biología de la violencia a la Psicología social de la paz.
¡Saludos!!!
Josep
*Anderson,
Harlene (1997). Conversation, Language,
and Possibilities. A Post-modern Approach to Therapy. New York: Basic
Books.
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