domingo, 30 de diciembre de 2018

La tiranía de la tranquilidad


Fotografía encontrada en internet libre de derechos

Un asunto que tiene su miga: la tan de moda obligación (de ahí la palabra tiranía del título) de vivir tranquilamente, equilibradamente, sin preocupaciones. Me explico mejor con este ejemplo imaginado, pero extraído de la vida cotidiana:

"María escribe a Juan por wasap: «¿Qué tal, cómo va todo?»

Juan: «Bueno, no muy bien. Llevo varios días en cama con una fuerte gripe. Pero me estoy cuidando mucho y en dos días seguro que estoy bien. Tranquila».

María: «No, si tranquila estoy»"

¿Te suena? ¿Te ha pasado a ti? ¿Lo has dicho tú alguna vez? (si es así no te sientas culpable ni nada, ¿eh? Por favor).

¡Coño! ¿Tan poco aprecias a Juan, María, que te has enterado de que está malito y te quedas tan tranquila? (Sustituyamos, si eso, tranquila por No te preocupes y como respuesta No, si no me preocupo). ¿Tan insensible eres, querida amiga María? ¿Dónde están tus sentimientos de amistad o lo que sea hacia Juan?

Bien es cierto que Juan ha tratado de tranquilizar a María, sí. Otra cosa es que le hubiera dicho: «¡Uy, qué bien me viene que me llames. Estoy solo con cuarenta de fiebre y te pido que vayas a la farmacia a traerme tal medicamento para la gripe, que no puedo ni moverme de la cama». En este caso parece bastante evidente que Juan le está pidiendo algo a María, le está traspasando una responsabilidad determinada que quizá no es de ella; ese es otro asunto*. No solo hay un acto de habla (Austin, 1962) locutivo e ilocutivo, si no también perlocutivo, mediante el que Juan está esperando una acción por parte de María.

Pero volviendo al caso inicial,  ¿está Juan pidiendo algo a María cuando le dice que tranquila? Yo creo que sí. Yo creo que le está pidiendo que ella le conteste algo así como «Bueno, si puedo ayudarte en algo...» o que vaya a su casa a hacerle compañía o mimitos. En fín, algo. Todas y todos esperamos algo —repito por cuarta vez cuando hablamos, cuando nos relacionamos, cuando contamos cosas nuestras. Un mimito, una palabra agradable, un cariñín.

Mas «No, si tranquila estoy». ¡Qué desagradable, qué poco cariñosa y mimosa es la María! ¿No? 

Me parece a mí que esta expresión que se nos ha pegado de manera generalizada es una muestra más  —entre millones— del individualismo generalizado (sic) en que vivimos la mayor parte de nuestras vidas en este contexto post sentimental propio del «yo me lo guiso y yo me lo como»; «primero yo, segundo yo, y tercero yo» alimentado por los libros de autoayuda, las nuevas espiritualidades y, en general, la New Age. «Mientras yo esté bien, a los demás que les den». Y Ya.

Pareciera ser que si mostramos una cierta preocupación por el otro o la otra estuviéramos mostrándonos débiles en un mundo en el que lo principal es la fortaleza interior, el autoconocimiento y el desapego a toda costa.

Me cago en el desapego, en la tranquilidad, en el equilibrio y la paz interior, en las anteojeras de caballo  que nos limitan la visión de lo que está pasando a nuestro alrededor. Justo aquí; justo ahora.

«Tranquilo Josep». No, no estoy tranquilo. Nada, nada, nada tranquilo...


¡Saludos!!!

*Quiero decir aquí que si en la vida solo nos ocupáramos de las cosas que son nuestra responsabilidad nos iría mucho más peor de lo que ya nos va. O, bueno, es que así nos va... 

Referencia bibliográfica:


Austin, John L. (1962). Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. Barcelona: Paidós.


sábado, 22 de diciembre de 2018

Diálogo colaborativo

Encontrado en internet libre de derechos

Hay dos palabras que están muy de moda últimamente, especialmente en el ámbito político por aquí; aunque no únicamente ahí. Y muy especialmente en el asunto (no sé ya si llamarlo “conflicto”) Catalunya – España. Aunque hoy no me voy a centrar en eso. Todo llegará. Pero es a partir de lo ocurrido los últimos días (y más que vendrán a este paso) que estoy dándole vueltas al asunto.

Y esas dos palabras son «empatía» y «diálogo». Ninguna de las dos sirve para nada. Me explico mejor:

La «empatía» no existe. Simplemente no quiere decir nada. Es absolutamente imposible ponerse en el lugar del otro. Nunca nadie es o va a ser capaz de tener un conocimiento tal del otro como para ponerse en su lugar. Ni siquiera a nivel de «intuición», otra palabra que también está de moda y que también nadie conoce lo que significa. Para ser empático el usuario de tan magna habilidad tendría que saber exactamente acerca de toda su historia (la del otro); de toda su vida; debería de vivirla toda enterita, desde el principio hasta ahora mismo. Tendría que ser experto, además, en sus ilusiones de futuro, expectativas y esperanzas actuales. Si eso no es posible en las relaciones entre dos personas, ¿cómo entre dos naciones, volviendo al caso Catalunya - España?

Y quiero añadir que si no somos capaces —y esto es natural; que nadie se asuste— de conocernos a nosotros mismos, ¿cómo conocer a los demás?

Al «diálogo» le falta un adjetivo. Y los adjetivos son mucho más importantes de lo que a veces parecen. Más, incluso, que los sustantivos en sí. Y este que falta es «colaborativo». El diálogo, como un hablar, un escuchar, un conversar sin más ni más no tiene ni adquiere sentido. Aunque reconozco que seguramente es mejor todo eso —o sea, dialogar— que ignorar. Lo peor que le puede pasar a alguien es que lo ignoren, que lo ninguneen, que lo reduzcan a la nada.

Un diálogo colaborativo no parte de supuestos previos ni tiene objetivos prefijados. No hay reglas. Excepto las derivadas de las buenas costumbres: la educación y el respeto. Y estas no son universales, como sabemos bien. En terapia, por ejemplo, no parte de un diagnóstico y se orienta a la curación. Sustituye la palabra “terapia” por “política”, a ver qué tal queda esta última afirmación. O por “coordinación de parentalidad”, asunto en el que estoy un poco metido últimamente. No mucho, ¿eh? Esto gracias a mi pertenencia a ANCOPA, Acociación Nacional de Coordinación de Parentalidad.

El diálogo colaborativo no trata de resolver nada ni de llegar a ningún acuerdo. Es el propio proceso el que nos indica qué hacer, qué resolver y cómo; qué acordar para seguir dialogando. Solo para eso.

Parte del “no saber/no conocer” (Anderson, 1997*) e invita a la incertidumbre como recurso. Curioso, ¿eh? Estos últimos asuntos suponen que no sabemos qué va a pasar durante el devenir de una conversación. Pero parece seguro que algo va a pasar. Estamos atentos, entonces, a eso, a lo inesperado, a lo que no teníamos previsto, a los recursos antes aparentemente inexistentes.

¿Qué hacer cuándo alguien no quiere dialogar? O, al menos, cuando no quiere hacerlo de esta manera. Voy a dejarlo para otro día, si te parece bien. Por no alargarme mucho hoy.

Hay otra palabra que ya no está tan de moda (hace unos diez años sí lo estaba); pero a la que me quiero referir muy brevemente: «consenso». Me limito a afirmar que eso, el consenso —llegar a determinados acuerdos que comprometen y obligan a las partes— no es necesario, además de ser tremendamente trabajoso y consumidor de recursos. Y de ser excesivamente fácil de romper. Lo dejo aquí por ahora.

Hoy no estoy muy inspirado. Así es que te remito, si te apetece, a dos de mis últimos documentos de trabajo que he hecho públicos hace poco y en los que hay algunas referencias al asunto:




¡Saludos!!!

Josep

*Anderson, Harlene (1997). Conversation, Language, and Possibilities. A Post-modern Approach to Therapy. New York: Basic Books.